Los niños de la casa golpeaban
la toza con estenazas o baras al
grito de ‘Zurrón, zurrón cagarás turrón’. Como por arte de magia, de las
oquedades del tronco salían pequeños presentes (si la casa era pudiente), turrón,
nueces, monedas, peladillas, chocolate...
La toza quemaba hasta Año Nuevo o incluso el día de Reyes. Pero solo
si la casa era grande y contaba con una cocina amplia donde la gran tronca no
molestase.
La ceniza generada por la
combustión de la toza, no se tiraba
pues le atribuían propiedades mágicas. Con ella se abonaban los campos y así se
aseguraban una buena cosecha, curaban el piojillo a las gallinas o conseguían
un blanco extraordinario en las coladas.
Este
rito ancestral tenía como fin último la conservación de la casa, su permanencia
al convertir el árbol en ceniza y ésta en el fertilizante que traería nueva
vida a los campos.
La Nabidá de antaño era una celebración íntima, familiar. La cocina
era el centro de la celebración, allí se comía, se bebía, se contaban
historias… Niños, adultos y viejos se reunían sentados en las cadieras alrededor del hogar.
En la
medianoche del 24 de diciembre se acudía a la Misa del Gallo. Nadie faltaba. Los feligreses llegaban a la iglesia
entonando villancicos y tocando la guitarra. En esa noche mágica, durante la
Eucaristía, era cuando las brujas hacían pillerías por las casas a sabiendas de
que toda la familia estaba fuera.
Al
regresar de Misa, se comía y bebía copiosamente: pan, torta, pastillo, poncho, billotas, cerollas, figas, pansas, nueces, orejones, cirgüellos,
ugas…
El día
de Navidad se celebraba con una gran comida: pollos, perdices, cordero, palomo,
conejo… llenaban las mesas de todas las casas.